El 22 de Abril de cada año,
es un día, como todos los días para la Reflexión sincera y genuina de la
continuidad de la vida de nuestra Madre Tierra, y por ende la vida de toda
especie, incluyendo al hombre/mujer que esta enloquecido en el consumismo de
los recursos naturales que es como matar a su propia madre que le da todo: La
Tierra.
La Iglesia, cualquiera que sea su
concilio, denominación u organización está en el deber imperante de hacer
conciencia en sus liturgias, servicios y actividades que realice sobre este
tema tan importante: La Vida en el Planeta.
Felicito a la Unión Evangélica
Pentecostal Venezolana, a los Movimientos Ecológicos, a los Pueblos y
Comunidades Indígenas, a los Gobiernos Progresistas y a todos y todas con un
grado más o menos de conciencia que haciendo pequeñas obras se puede hacer
mucho de verdad por la salvación del Planeta.
Tomando uno de los escritos del escritor
brasilero Leonardo Boff, quien tiene más de treinta años en la lucha por la defensa
de la Madre Tierra, refiere a su vez de otro escritor Waldemar Boff un artículo
muy particular acerca de un apocalíptico texto para meditar y concientizar
nuestro proceder ecológico, suscribo lo
siguiente. Veamos.
“…Nadie
sabe con seguridad el día ni la hora. Y es que, casi sin darnos cuenta, estamos
ya en medio de ella. Pero que está viniendo, lo está, cada vez con más
intensidad y nitidez. Cuando suceda el gran vuelco, todo va a parecer como si
fuese sorpresa.
Aunque haya datos seguros que apuntan a la
inevitabilidad de los cambios globales debidos al clima, con consecuencias que
los científicos tratan de adivinar, pero que seguramente serán para peor, los
intereses económicos de las grandes naciones y la falta de visión de sus
dirigentes no les permiten tomar las medidas necesarias para mitigar los
efectos y adaptar su modo de vida al estado febril de la tierra.
Podemos imaginar un escenario plausible en
el que los huracanes barrerán regiones enteras. Olas gigantescas se tragarán
ciudades y civilizaciones, yendo a morir a los pies de las montañas. Sequias
prolongadas harán que se cambien todas las riquezas por un simple vaso de agua
sucia. El calor y el frio extremos harán que recordemos con nostalgia las
historias de las abuelas que hablaban de la brisa de la tarde y de cálido fuego
del hogar en el invierno, siempre previsible, y de los frutos madurados al
calor de un sol de verano benéfico. Se comerá sólo para sobrevivir, siempre
poco y de dudoso gusto.
Pero todo esto no será lo peor. La madre,
enloquecida, no conseguirá enterrar a la hija, y el nieto matará al abuelo por
un cacho de pan. El perro y el gato, amigos del hombre, serán buscados por
todas partes como única posibilidad de saciar el hambre. Los vivos envidiaran a
los muertos y no habrá quien llore la muerte de los niños. El hambre llegará a
tal punto que, como en la Jerusalén sitiada, los hambrientos guardarán la
próxima víctima de la muerte para disputarle la carne flácida.
‘El país será devastado y las ciudades se
convertirán en escombros. Durante el tiempo que quede devastada, la tierra
descansará por los sábados que no descansó cuando habitabais en ella’ (Levítico
26, 33-35).
¿Pero será el fin de toda la biosfera? No.
Por causa de los justos y sensatos, Dios abreviará esos días y no destruirá
toda la vida sobre la Tierra, manteniendo la promesa que hiciera a nuestro
padre Noé. Pero es necesario que el ser humano pase por esa tribulación para
que despierte de su egocentrismo y reconozca en definitiva que él es parte de
la comunidad de la vida y su principal guardián.
¿Qué hacer para prepararnos para esos tiempos?
Primeramente, reconocer que ya vivimos en ellos. Hoy ya no se sabe cuándo habrá
lluvia o hará sol.
Después, es importante quedarse en
silencio, vigilando y observando las señales que indican la aceleración de los
procesos de cambios. Y sobre todo es imprescindible convertirse, cambiar de
hábitos de vida, un cambio personal, profundo y definitivo. Solo entonces
estaríamos en condiciones morales de pedir a otros que hicieran lo mismo. Pero,
como en tiempos de los profetas, pocos oirán, algunos escarnecerán y la mayoría
se mantendrá indiferente permitiéndose toda suerte de libertades como en los
tiempos de Noé.
Deberíamos también volver a las raíces,
volver a empezar, como tantas veces lo hizo la humanidad arrepentida,
reconociendo que somos apenas criaturas y no Creador, que somos compañeros y no
señores de la naturaleza; que para hacer felices es indispensable someternos a
las grandes leyes de la vida y oír con atención la voz de nuestra conciencia.
Si obedecemos a esas leyes mayores, recogeremos el fruto de la Tierra y la
alegría del alma. Si las desobedecemos, heredaremos a una civilización como
esta en la que estamos viviendo, llena de avidez, guerras y tristezas.
Para los tiempos de carestía que vendrán
es fundamental recuperar las artes y las técnicas ancestrales de plantar,
recoger, comer; cuidar de los animales y servirse de ellos con respeto; hacer utensilios
y herramientas con arte y tecnología local; seleccionar y plantar las hierbas
que curan y los granos que nutren; recoger para tejer; preservar las fuentes de
agua, encontrar los lugares apropiados para cavar los pozos y aprender a
guardar las aguas de las lluvias. Es entrar en la facultad de la economía de la
escasez, de la sobriedad compartida y de la belleza despojada. De ese saber
recuperado y enriquecido surgiría la civilización del contentamiento, una biocivilización,
la Tierra de la buena esperanza.
Después de esa larga temporada de lágrimas
y esperanzas, superaremos esa estúpida guerra de religiones, esa intolerable disputa de dioses. Más allá de
los profetas y tradiciones, más allá de las morales y liturgias, quien sabe,
volveremos a adorar bajo múltiples nombres y formas al único Creador de todas
las cosas y Padre—Madre de todos los vivientes en el gran Espíritu que une e
inspira todo, entrelazados amorosamente en una única fraternidad universal. Y podremos
en fin organizar verdaderamente la unión de los pueblos del mundo y un auténtico
parlamento de todas religiones.” [1]
JAIRO
OBREGÓN.
22/04/2014
San Francisco, Venezuela